Mundo


El amor, en su terrible necesidad por existir, se apodera de las mentes más susceptibles, de los corazones más cautivos, y se materializa en las mujeres más hermosas que puedas imaginar; se integra, nos desintegra y se expande hasta el infinito. Nos arranca la cordura. Nos vuelve reales. Nos mata.

El amor, en su último intento por permanecer en este mundo, se disfrazó de ti.

Nos separaban dos estantes, ciento setenta y seis latidos, las luces del lugar y tu profundo desinterés por el diminuto universo que circundaba tu atmósfera. Tu presencia derrochaba tanta soberbia que lo único que podía hacer para contrarrestarla, era preguntar tu nombre.

—Ana —me respondiste invitando a que te siguiera los pasos mientras te alejabas sutilmente de esa habitación llena de almas intactas, promesas en vano y libros viejos.

No había nada que yo pudiera (o quisiera) hacer al respecto: mi tiempo era tuyo y las manecillas giraban en el sentido opuesto a nuestra naturaleza destructiva. Retrocedimos tanto, que volvimos al inicio, cuando mi corazón era una sola pieza y tú no titubeabas al entregar amor.

Para llenar vacíos, tus palabras sabias; pero siempre más vacíos que palabras.

Té de ti por las mañanas; y pasaba la vida si tú pasabas.

Sólo entonces nos dimos cuenta que, si el amor era cosa de uno, no era amor lo que queríamos, y que si era cosa de dos, no lo queríamos con nadie más. Pues hay que entender que cada persona es un mundo y, como mundo, hay que aprender a conquistarlo. Pero cabe aclarar que no es más fructífero el haber conquistado más mundos que nadie, sino haber construido en uno de ellos el imperio más grande que pudiera existir jamás.

Y de imperios, como las ruinas del nuestro, no existen más.

Sin embargo, para cuando volví a la realidad, lo único que quedaba de ti era el hielo de tu aliento, las cenizas de tus besos, el detector de mentiras, los sueños rotos y el perfume color rosa cuyo aroma no puedo (ni quiero) recordar.

Lo único que quedó aquí, de ti, soy yo.

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