Para cuando se dieron cuenta de la rebelión que se llevaba a cabo en el contorno de tus caderas, todos los prejuicios que trataban de gobernarte ya habían sido derrocados. El próximo en caer era yo, pero estaba dispuesto a dar batalla hasta el final.
No fueron necesarios para ti ni soldados ni ejércitos ni generales.
Tampoco llevabas bandera blanca ni sabías de treguas ni alianzas.
Extrañamente ni siquiera sabías de guerras; pero sabías de amor.
Tenías el corazón más valiente de toda la ciudad, y hasta en los muertos resonaba el eco de las almas temerosas al escuchar tu nombre pronunciarse.
Paralizabas al fuego con tu calor tajante, ponías a temblar a los cielos con tu tormenta; los mismísimos dioses contemplaban celosos la forma en que los hombres te adoraban día tras día y noche tras noche, tras noche, tras noche. Tenías la mirada de los que sueñan sin quedarse dormidos porque saben que sólo despiertos pueden cumplirse sus sueños; y tú soñabas, me consta, soñabas fuerte y claro.
He visto manadas enteras de lobos huir de ti.
He visto a gurúes y a sabios pedirte consejo.
He visto a la luna brillar con el reflejo de tu luz.
He visto al tiempo detenerse ante tu presencia.
He visto a la marea seguirte el ritmo.
He visto al amor creer en ti.
Te he visto bailando en la cima del mundo, y te he visto ahogándote en lo más profundo de ti misma con tus versos tristes, callada en una esquina, sollozando, deseando que la vida durara mucho menos y la felicidad un poquito más.
Pero a pesar de todo, sigues aquí.
Y no sabes cuánto admiro ese coraje tuyo de vivir así.