Somnolencia


Nadie lo había notado en el pasado, pero al final del pasillo, doblando en la última esquina de la habitación más lejana a la entrada de la diminuta mansión en la que habitaban los gigantes, había un armario, en el que existía un vasto jardín oculto detrás del viejo librero desgastado por los descuidados viajeros carentes de noción del tiempo y el espacio.

En esa época del año, el invierno soplaba viento de otoño y ardía verano con flores de primavera. A la medianoche, el sol nocturno brillaba tan intensamente que era posible ver a través de las cosas, las personas, las almas. Era posible, incluso, ver a través de los traveses que atravesaban en su travesía interminable por aquel distante vaivén de brillantes luces oscuras.

Fue en ese quimérico cosmos en el que mi ser se cruzó con el de aquella diminuta pelirroja de ojos llenos y manos vacías, llamada Maribel. Recuerdo vívidamente la suave forma en la que ella solía desplazarse a dondequiera que iba, como flotando sobre el suelo, surcando los cielos, elevándose por encima de las nubes y dejando a las estrellas muy por debajo de su cautivador vuelo.

Por las mañanas, sus pulmones funcionaban bajo el agua: inhalaba gotas de aire submarino y exhalaba alucinantes mariposas multicolores que inundaban las profundidades del océano. Por las tardes, saltaba de un lado a otro cambiando el color de las hojas de los enormes árboles que se cruzaban por su camino: de verdes a rojas, a azules, a naranjas, a rosas, a púrpuras y viceversa.

Maribel no sabía de miedo; no le temía a nada. Era la chica más valiente que pudiera existir.

Era única.

Un día, mientras viajaba despreocupada a lo largo del bosque encantado por el niño tortuga, Maribel conoció a las hadas de las sombras melódicas que mantenían la armonía musical de todo el lugar; entre conversaciones triviales respecto al sabor de las palabras y el color del amor, Maribel convenció a la hadas de cantar una hermosa canción para ella; la única condición que impusieron las hadas, fue que dicha canción durara solamente un segundo.

Motivada por disfrutar de su hermosa melodía por un período más entrañable, a Maribel se le ocurrió preparar una pócima mágica para prolongar los segundos. Para ello, visitó al sabio búho en las ruinas de la antigua biblioteca sobre el valle de las rosas negras en busca de su ayuda, y se dispuso a encontrar los ingredientes que éste le indicó para lograr su monumental hazaña:

Un tazón repleto de sueños rotos.
Tres cucharadas de suspiros de león.
Una copa llena de promesas olvidadas.
Diez gotas de agua volcánica.
Y el corazón de una princesa.

Exploró hasta el último de los mundos buscando cada uno de los ingredientes de la deseada poción, pero al final lo descubrió; siempre tuvo todo lo que necesitaba: los sueños rotos, bajo su almohada; sus propios suspiros fueron suficientes, pues poseía la grandeza de un león; las promesas olvidadas, de su último amor; las gotas de agua, de su llanto, pues este provenía de su corazón ardiente como lava volcánica.

Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, aún necesitaba el ingrediente más importante: el corazón de una princesa. Para su fortuna, durante sus viajes conoció el reino de Mahú, en el que habitaba la hermosa princesa Maya, con quien solicitó una reunión de inmediato. Cuando su solicitud le fue concedida, Maribel llevó consigo enormes y maravillosos regalos con el fin de que, a cambio, la princesa le entregara su corazón. La princesa abrió con sorpresa todos ellos, pero ninguno llamó tanto su atención como aquel que se encontraba envuelto en papel oscuro dentro de la caja más pequeña de todas: un poema.

Entonces, dejando el resto de los regalos de lado, se dispuso a leer el poema en voz baja, ignorando a todos los que la rodeaban en aquella ostentosa habitación. Se tomó su tiempo y el de todos los presentes; al terminar de leerlo, entre lágrimas de alegría y nostalgia, dijo sollozante:

—Es el texto más hermoso que se haya escrito.

Y sin decir otra palabra, se arrancó las ropas: tomó una brillante daga de diamante de su pedestal, y se atravesó el pecho con ella, dejando expuesto a la intemperie su majestuoso corazón de princesa.

Maribel se acercó sutilmente a ella, y le arrancó el corazón con infinita pasión, como deseando que la princesa tuviera mil corazones más para poder hacerlos suyos; la princesa simplemente se desvaneció en el suelo sobre el que yacía, con una sonrisa dibujada en el rostro, la voluntad hecha pedazos y el aroma de su piel mezclándose en la atmósfera.

Ahora que tenía lo necesario para preparar su poción, Maribel volvió con el sabio búho para entregarle los ingredientes; ocurrieron dos eclipses solares y llovieron un millón de estrellas antes de que la pócima por fin estuviera lista. Una vez con ella en sus manos, Maribel agradeció al sabio búho de la única forma que ella sabía: entregando una parte de su ya fragmentada alma para que no la fuera a olvidar jamás. Luego, partió hacia el bosque para visitar nuevamente a las hadas y recordarles del trato que hicieron en el pasado.

Y fue así, en el preciso en que las hadas comenzaron su instantánea eufonía, Maribel vertió sobre ellas la poción encantada, y ese melodioso instante se prolongó hasta la eternidad.

Si prestas atención, aún es posible apreciar su bello canto: en las olas del mar, en los truenos de tormenta, en el caer de la lluvia, en el correr del viento, en el arder del fuego; en las risas de los amantes indiferentes del mundo y en el latido de sus corazones enamorados al unísono del tiempo.

Al día de hoy, atrapada en esa eterna quietud, la sigo recordando.

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