Ateo


Al terminar su discurso, noté que
su dios no era muy distinto a mí.
—Soy ateo —le dije— pero creo firmemente en
el amor que te tengo.
Ella sonrió hacía adentro y
levantó las cejas de incredulidad.
Luego, entrecerró sus ojos y
alejó la mirada de mí.
—Eso ni siquiera… —intentó replicar pero la interrumpí.
—Ya sé, te suena absurdo; sin embargo, es posible.

No dijo nada.

La abracé por encima del hombro
—¿cómo más iba a abrazar a tan diminuta criatura?—,
ella me abrazó por la cintura
—¿cómo más iba a abrazar a un gigante?—
y caminamos en reversa
hasta donde se esconden los
miedos y se grita en silencio.
Traía puesto ese aroma que
sólo se encuentra en plena oscuridad,
se veía de un azul bajo el agua
e irradiaba un calor de invierno
con sabor a las palabras
que nunca dije.

Me formaba las constelaciones
de la espalda con la yema de su anular
como si se supiera de memoria todo el universo
y conociera las preguntas a todas mis respuestas.

—Gracias a dios por ponernos
en el mismo camino —me repetía en
ocasiones mientras se aferraba con
sus uñas a mi corazón desnudo y
yo nunca entendía la razón.
—No fue ningún dios —le dije una vez—, fui yo.
—Por eso —me contestó apacible
recargando su cabeza sobre mis sueños.

Desde ese momento,
su vida se convirtió en la mía;
sus horas, en mis días.
Y me perdí tanto en ella, que
no volví a verla jamás.

Sigo siendo ateo,
pero creo firmemente
en que nos encontraremos
de nuevo.
Quizás.

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