Noches


Me preguntas que en dónde
había estado toda tu vida,
como si mi existencia estuviera
destinada a la tuya y
te sintieras totalmente
segura de ello.
De cierta forma
creo que tienes razón,
pero viceversa.

Aunque, como dices tú:
casi tener la razón,
es no tenerla.
O, como digo yo:
no se puede tener
la razón y a ti
al mismo tiempo.

La noche se trata, entonces, de
la luna deseando ser tus labios,
los luceros cegados por
el brillo de tus ojos
y los cometas celosos de
tu cabello.
Sólo espero que no tengas
nada en común con
las estrellas fugaces
y te quedes,
no sólo pases.

Me tomas la mano
prestada pero en realidad
me robas el alma
y lo disfrazas de cariño.
Me acaricias los huesos.
Me besas las pestañas.
Me soplas por encima de
tu espalda y
me llevas hasta
el final del sendero.
Ahí, de pie, puedo
ver el suelo sobre el que flotas,
notar cómo se te vuela la risa
con el viento que corre al norte,
y me bailas los dedos
por detrás del cuello, invitando a
que te siga el ritmo,
que te marque el compás
como tú me marcas la vida.

Y me arrastras, luego,
de los sueños, y
me dejas los deseos
anclados a tus caderas
como esperando a
que te dé una señal
para zarpar
en mi barco
de vela.

En ese momento,
se me antoja montarte, ola.
Ansío domarte, marea.
Quiero atravesarte, mar.

Así, pues, conviertes
el placer en tempestad
y yo no hago más que
atar cabos sueltos
y aprovechar el viento
que ahora corre al sur.
Mojas con tu tormenta
hasta al último tripulante
y empujas mi navío a
lo profundo de ti.

Y me quedo ciego, pero
ya ni siquiera extraño la luz.

Separo tus aguas y me voy al fondo,
fatigado, desfallecido.
Naufrago en tus islas
y me paseo de una a otra
a pesar de los sismos
que me balancean
violentamente
como queriendo
echarme fuera
y no.

Construyo un puente que me
lleva al otro lado de tu mundo
y me olvido del mar
para vagar entre
pronunciadas colinas
interminables.
Mis manos se deslizan hasta las faldas
de tus montañas
y las miro desde arriba,
a lo lejos,
ansioso de que vuelvan para
marcharse de nuevo y
lleven el mensaje hasta tu mente
y que tu voz estruendosa lo
repita al viento que
ahora corre en todas direcciones.

Todo acaba derrumbado e
inundado hasta el último rincón
y sólo me queda despegar hacia el espacio
exterior a ti.
Me quedo con menos aire que
cuando me comes las frases
y me devoras las palabras,
extiendo una órbita alrededor tuyo
y me caminas por los brazos
y me cuentas los
latidos.

Me plantas esa mirada
de fin del mundo,
te quedas en silencio
dos instantes y
ya sé lo que viene:
—Debo irme —vas a decir—. Es tarde.

Colgado de tu cintura
miro el reloj arrepentido
de haberme traicionado
una vez más,
me incorporo contigo
en un último intento
de salvarnos a ambos
del olvido
y ya sabes lo que va:
—No te vayas —voy a decir—.
Quédate conmigo esta noche.
Quédate todas las noches.

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